Corría
a través del bosque como si le fuese la vida en ello. Nuestra pequeña
protagonista llevaba el pelo recogido en lo que horas antes había sido un
perfecto moño, ahora adornado por pequeñas hojas y ramitas que se habían ido
enganchando. Su ropa estaba algo desgarrada por los diversos arañazos que había
sufrido entre la maleza, al igual que su blanca piel. Las lágrimas cubrían su
rostro mientras seguía corriendo. Era su único objetivo: correr. Más allá de
toda civilización, más allá de todo sufrimiento. Unos pasos por detrás de ella,
le seguía él. Sin apenas rasguños en su impecable ropa. Su rostro impasible,
sin un ápice de preocupación ni remordimiento. Lo único que hacía era gritar su
nombre con un tono algo desesperado. Ella le oía y sentía su aliento cercano.
Se veía como una pequeña presa al acecho de su cazador. Como un pequeño
cervatillo a punto de ser atrapado por las fauces de un lobo. Solo que la
espera, se hacía cada vez más larga.
No
sabía cuánto tiempo llevaba corriendo, sus pies ya iban por si solos en ninguna
dirección concreta, solo lejos de la voz que la llamaba. Cuando la traición y
el deseo se juntan pueden ser dos armas peligrosas y más para alguien novato
que jamás las ha sentido. Eso es lo que le había ocurrido a nuestra joven Anna.
Así era como se llamaba, y ese era el nombre que inundaba el bosque en aquellos
momentos. ¿Por qué huía? Huía de aquellos sentimientos que a buen recaudo tuvo
encerrados durante un tiempo, y que sin ella darse cuenta habían abierto el
cofre y habían salido volando como pequeñas mariposas que revolotean en primavera,
todavía acompañadas de las risas y de los momentos agradables junto a él
hicieron que siguieran floreciendo como flores en el jardín. Aunque siempre se
sabe que las estaciones pasan y que el frio otoño arrasa con cualquier pequeña
flor. Y este otoño había llegado mucho antes, casi incluso, de que aquello hubiera
comenzado a florecer ya había arrasado con todo a su paso. No es que la hubiese pillado de improviso,
sino que había intentado cegar aquella idea y hacer como si solo fueran miedos
infundados. Lo que más le hacía pensar aquello era cómo la trataba él, como si
fuese la única en su vida, en su mundo, en su espacio. Pero simplemente la
tenía en un mundo de felicidad y engaño. Pero, ¿hasta qué punto la había
llegado a engañar? ¿Todas las palabras que salieron valientes de su boca no
significaron algo? ¿Dónde estaba la línea entre la verdad y la mentira? De
repente se paró en seco, sintiendo sus piernas tremendamente cansadas. Las lágrimas
ya no surcaban sus mejillas sonrojadas por la carrera.
Decidió
dejar que todos sus pensamientos la encontraran, pero en un sitio escondido
para que él no la viera. Comenzó a recordar cómo los vio juntos, paseando por
el jardín, como todas las tardes. Habían sido siempre buenos amigos y eso no la
hizo terminar de sospechar nada. Iban agarrados del brazo, y las nubes
comenzaban a agolparse en el viento. Caminaban riendo y relajados, cuando
comenzó a llover. Anna los vio correr y meterse bajo el techo del cobertizo.
Decidió ir a llevarles un paraguas, para que no enfermase ninguno de los dos,
como ambos le habían dicho que saldrían a caminar no le resultó raro ese
detalle. Se recogió el pelo en un perfecto moño y tras abrigarse un poco bajó
las escaleras, marcando sus pasos hacia el cobertizo. La lluvia golpeaba contra
el paraguas haciendo un ritmo desacompasado, mezclado con las risas que se oían
de los niños jugueteando en el jardín, mientras veloces entraban nuevamente a
la casa regañados por sus mayores. De repente, unas palabras congelaron sus
pasos haciendo que sus pies comenzaran a mojarse. Las risas habían cesado y el
ambiente se sentía distinto. En ese momento sintió una presión en el pecho,
como esa sensación de estar demasiado tiempo bajo el agua sin respirar,
mientras oía las palabras que ella nunca había oído de sus labios. “Te quiero, mi pequeña”. Sintió como si
de repente estuviera ante una broma del destino. ¿Le estaría engañando su oído?
No, lo había escuchado perfectamente. Sabría reconocer su voz a kilómetros de
ella. Pero en ese momento decidió no haberla reconocido, no haberla escuchado,
no haber bajado nunca a su encuentro. No sabía cuánto tiempo estuvo allí
parada, pero el suficiente para que dejase de llover. Era un de esas lluvias
veraniegas que duran apenas minutos. Les vio salir del cobertizo, sintió sus
miradas sobre ella, totalmente distintas. La de ella con una sonrisa de
autosuficiencia, la de él de desconcierto. No esperaba encontrarla allí, fue a
llamarla pero Anna ya estaba corriendo, en el tiempo que tarda un paraguas en
caer al suelo. Esos momentos de desconcierto que se vieron en sus ojos,
sirvieron para darle una gran ventaja a la hora de huir de él y de sus
sentimientos.
Su
respiración había vuelto a ser normal, ya que se estaba recuperando de la carrera
que acababa de hacer. Aún el pulso estaba acelerado, recordar todo aquello que
había pasado hacía unas horas, era como retorcer el puñal en la herida recién
abierta. Tenía miedo a enfrentarse a él, a volver a caer en sus manos y volver
a ser el títere que había sido durante todo este tiempo, representando la
función que no le tocaba a ella. Ya habían hablado una vez sobre el tema, y lo
único que había conseguido era mostrar una vez más su poco conocimiento en el
tema, y la inseguridad que podía llegar a mostrar sabiendo que solo eran
amigos, y que nunca había pasado entre ellos nada. Pero después de ver lo que
acababa de pasar, todas sus dudas habían sido confirmadas y ya no tenían valor
alguno los reproches que él le había hecho. ¿Pero cómo enfrentarse a aquello de
lo que habías estado seguro durante todo el último tiempo? ¿Cómo pensar
correctamente si los sentimientos te aturden y embotan el cerebro? Era
realmente difícil, añadiendo que no dejaba de escuchar su voz retumbar por todo
el bosque. Quizás en ese momento ella no se diera cuenta, pero en un futuro lo
agradecería. El no escuchar ni un ápice de remordimiento en su voz, ni una
disculpa a la silenciosa respuesta que salía de entre los árboles. Quizás si
hubiera añadido alguna de esas cosas, Anna hubiera salido de entre la maleza.
Le hubiera mirado a los ojos, le hubiera perdonado y habría vuelto a caer en el embrujo de sus
mentiras, volviendo a colocarse los hilos para seguir representado la historia
de su vida. Pero no, algo dentro de ella cambió en ese momento. Quizás no se
percibiera a simple vista y había que mirar un poco más cerca. Algo en su
mirada se hizo más frío cuando le vio pasar frente a ella sin verla. Se
enderezó silenciosa en el bosque mientras lo veía alejarse. Solo cuando dejó de
verlo y oírlo siguió con su carrera.
En
su pecho revotaba el viejo medallón que él la había regalado una vez, llevaba
unos hermosos pendientes de esmeraldas que brillaban con las pequeñas gotitas
que caían junto a la suave brisa mientras se veía como el cielo comenzaba a
oscurecerse. Siguió corriendo hasta que volvió otra vez a desfallecer y se hizo
un hueco en un pequeño rincón entre las malezas. Se había perdido, pero muchas
veces perderse es el único camino para encontrarse a uno mismo, y ella lo
sabía. Decidió empezar de nuevo, lejos de cuanto había conocido hasta entonces.
Lejos de los sentimientos que tanto daño la habían hecho y a la vez, enseñado a
saber juzgar de nuevo a las personas. Comenzaba una nueva vida lejos de la Anna
que fue a lo largo de su vida. Dejó de ser la joven malcriada que era y pasó a
ser la pequeña superviviente. Había decidido en un segundo dejar su parte más
racional para dejarse llevar por sus instintos. Sería aquella persona que nunca
se esperó que fuera. Sus pensamientos revolotearon en toda la vida que se le
ponía por delante, en todas las opciones que tendría. Se durmió sonriente,
dándose cuenta de que era la única en elegir su verdadero camino.