sábado, 21 de diciembre de 2013

El día en que me dejé caer y estabas debajo sin querer.

Y se dejó caer,
como una muralla ante el acoso del enemigo,
como un edificio en ruinas ante cualquier pequeño temblor,
como una débil hoja en pleno vendaval, 
como una pequeña pestaña en unos ojos cansados de llorar.

Pero se levantó, con garras y dientes
dispuesta a comerse el mundo
empezando por él.
Por la piedra en la que había caído, 
a la había cogido tanto cariño.
La que había conseguido sacar tanto de ella
que ni ella misma se reconocía mirando al pasado.

Y deseó
robar el verso escondido en el rincón de su clavícula,
un rayo de sol perdido en su mirada,
un invierno con domingos de manta y calma.
Un infinito acabado entre sus piernas,
un abismo sin negrura ni caída,
un susurro alumbrando la noche,
un empaño de sus dedos perdidos en su espalda.
Una estrella fugaz que fuese realmente su suerte,
una sonrisa realmente destinada a su mirada.

Y pedí,
 un te echo de menos con posibilidad de cambio. 
Noches en las que tus manos rocen las cuerdas de mi espalda
(aunque sean en la distancia)
 tus susurros como causantes de mis escalofríos
y no el no poder evitar tu ausencia.
Lamernos las heridas, aunque ya sean cicatrices desatandonos el alma.
Acunarte a ti, no al insomnio que me aturde entre los brazos.
Uno de tus abrazos como abrigo en este día tan gris.

Una vida contigo aunque fuera sin ti,
un destino unido por una caída
                                                                                                        

 con final en ti.